En otro mes de agosto, hace 38 años, fallecía Rosario Castellanos.
Su muerte fue mágica como todas las muertes, si es que
uno tiene los ojos entrenados para la magia inefable de la muerte. De lo
contrario, se podría decir que fue una muerte absurda. Se electrocutó intentando
encender una lámpara de mesa. A la sazón, era la embajada de México en Israel.
Fue pues, una muerte mágica, para mí al menos, que con
la mirada llena de magia no puedo ver ya una muerte -ninguna muerte- y calificarla de “absurda”.
Tenía 49 años.
Estaba sola. Es decir, en la embajada se encontraba tan sólo
su chofer, que no la acompañó en la ambulancia donde murió camino al hospital.
Era una poeta irresistiblemente maravillosa.
Cómo desearía mostrarles, a mis alumnas del taller literario
a quienes todavía estoy esperando, la forma en que Rosario hablaba de las
cositas más cotidianas, demostrando que no existen “asuntos menores” cuando la
mirada de uno es pura poesía, porque la grandeza no está en las cosas en sí,
sino en la mirada.
Este poema, como tantos otros suyos, resulta engañosamente fácil, a primera vista. Pero es la facilidad que procede de alguien que se expresa desde esos lugares del Arte a los que pocos acceden.
Comparto con ustedes algo de aquella magia que Rosario
desbordaba, y que aún reluce en estos versos tan femeninamente mágicos que
brotaban de su alma, y de su mirada.
Autorretrato
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así pues, luzco mi trofeo y repito:
Yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros
y los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia,
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
-aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio-.Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política o literatura.
Amigas…hmmm… a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel, ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ajos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él.
Y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato en musarañas y otros
menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.