Me ha hecho usted pensar -lo cual ya es un milagro -acerca del infundio irreverente en el que nado desde hace treinta y dos, treinta y dos mil años. Puede que tenga usted razón, debo estar más negro que las aves del cuadro de Van Gogh. Negro como un canguro calcinado que no deja de brincar, con su bolsa Llena de cuervos. La mucha claridad es perniciosa, acaba por cegar. Pero todo es una historia larga, larga, larga, como una sola sombra larga -no creo que recuerde aquel nocturno- No se inquiete, no veo qué provecho pueda usted sacar de aquel nocturno viejo y triste que Asunción escribió de inocente calentura una noche toda llena de murmullos y de lágrimas, a su hermana, una lánguida y muerta jovencita colombiana. Yo no sé de qué trata todo esto. Y la esclerosis avanza. No tengo más ideas. Sepulté las últimas serpientes cuando el primer trozo de niño ametrallado se me incrustó en la frente. Y luego fue el parietal gastado de la vieja patética que dos muchachos borrachos levantaron por el aire una madrugada cualquiera. Lo tengo alojado desde entonces en el lóbulo frontal, "inoperable", según dicen los expertos, podría quedar irreversiblemente cuerdo. Soy un herido de guerra, o más bien desaparecido en acción. Hace años que busco el cuerpo y sólo encuentro mi cabeza, increíblemente vacía y completamente abierta. Yo me nutro de cosas sensatas y evidentes y he caído ya de todas las cornisas. Pero admito que pueda haberse dañado mi cerebro una noche memorable, cuando caminando desde el Bronx hasta la Quinta avenida aspiré sin darme cuenta cinco kilos de cocaína, que, no lo va a creer, flotaban por el aire. Si soy poeta negro no lo sé, no puedo andar tras la neblina ¿Qué quiere usted de mí? Si cada vez que hago el amor me parece estar andando sobre ruinas y no entiendo ese deporte de acumular y acumular rutinas y romances de cartón. Pero estese usted tranquila, hay millones que opinan de manera diferente. Son gente seria que se lleva, merecidamente, todos los premios y nobeles que el mundo les ofrece. Yo soy un idiota alegre que viaja en pos de ninfas diferentes. La única gloria a la que aspiro es una Muerte a pleno cielo. Dios sabrá si la merezco. Mientras tanto, no se inquiete. Estoy plenamente de acuerdo con usted y hace bien en no leerme. Tengo poco que contarle en realidad: unos pocos poemas imprudentes y unos trivialísimos detalles, que no habrían de turbar -Dios no admita el sacrilegio- el suave y dulce sueño en que se mecen sus veinticinco años deliciosos y decentes.
De mi libro "Los Papeles de Alexis" (1983-1988)
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