“En el fundamento de esas nobles razas, resulta imposible no reconocer al animal de rapiña, la magnífica bestia rubia que, magnífica y lasciva, vagabundea codiciosa de botín y de victoria”
De “Genealogía de la moral” (1887), Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Me resisto, ahora que deben estar fluyendo como lava volcánica las críticas más despiadadas después de la goleada, a ensañarme con la pobre Armada Brancaleone maradoniana, frustrada en su misión divina de recuperar para la causa el Santo Grial. Bastantes cosas dije sobre ellos durante el último año y medio. Maradona hizo lo que pudo, y al menos cayó en su ley, insistiendo en su ilusión casi infantil.
Salió a jugar, otra vez, palo a palo con Tyson, sin laterales y sin Verón para manejar los tiempos de un equipo a puro vértigo, sin pausa. No le fue bien. Es que Alemania no es México. Ellos pegaron primero, esperaron después y cuando tuvieron la oportunidad, remataron el partido sin despeinarse. Simple.
Maradona sabe de fútbol. Es imposible que no sepa del juego que jugó como nadie. Pero la conducción de un grupo es un oficio con códigos muy diferentes y el pensamiento abstracto no es, justamente, una de sus mayores virtudes. Como jugador fue un líder a pura virtud; su juego disciplinaba a los demás naturalmente, sin ninguna elaboración intelectual. Maradona siempre fue instinto, mística, una individualidad deslumbrante. Hacía la diferencia en la cancha. Afuera, la historia es diferente. No alcanza con el ánimo, los gritos, los videítos, las frases hechas, la mística del ’86, los amigos incondicionales. Hay que pensar. Y Maradona es pura luz, no palabra. Se nota.
La culpa no es suya. La culpa es de quien pensó que era un negocio bárbaro darle esa Ferrari que –lo dijo él mismo en otro de sus arrebatos clásicos–, con Basile “estaba cubierta de polvo”. El fútbol, el reino del error humano, no puede compararse con la Fórmula 1, donde la ingeniería manda sobre el talento del piloto. Pero tampoco alcanza con tener un crack entre los 11 y chau. Hay que aceitar la maquinita. ¿Lo vieron al gran Schumacher, boyando en el medio de la fila? Pues es lógico. Su Mercedes no puede competir ni con el Red Bull de Mark Webber, un piloto del montón. ¿Qué quiero decir? Que Messi, sin una estructura que lo potencie, quedó atrás, lejos del podio. Aceptemos la cruda realidad, muchachos: los reyes son los padres y el chico no puede hacer lo mismo que en las publicidades. Ni él ni nadie. Sin socios como en el Barça, todo queda supeditado a alguna genialidad. Con equipos chicos, quizá alcance. Con estructuras serias, no. Y así nos fue.
Verón no tuvo un gran Mundial, eso es claro, pero era el único que podía pensar un poco, en la cancha y afuera también. Por alguna razón no jugó más y se apostó al sacrificio heroico de Mascherano, solo en el medio, al recorrido vertical de Maxi y Di María por las bandas y los tres intocables arriba. Una estrategia a todo o nada, con un inquietante agujero en el medio. ¡Puro estilo maradoniano! Fue nada.
Plan B no hubo. El culebrón previo con Ruggeri fue tan patético como su desafiante presencia en la concentración, para asesorar sobre tácticas defensivas. ¡Genial! Con Clemente sobreactuado como único lateral con oficio, la inexplicable convocatoria del Chino Garcé y la sugestiva ausencia de tipos como Zanetti y Cambiasso, la Armada Brancaleone decidió mandar al muere a Otamendi, un central, devorado sin contemplaciones por Podolski. Sacarlo fue peor todavía. Por ese costado llegaron los otros goles. Ay.
Me emocionó el interminable abrazo de Maradona y su hija Dalma en la derrota. Ella y su hermana Giannina –la misma que le gritaba: “¡No te mueras, hijo de puta que te necesito!” cuando agonizaba víctima de su feroz autodestrucción–, le regalaron una segunda vida. Hay que admirar eso; su fuerza, su voluntad, sus ganas de salir. Y señalar a quienes, una vez más, lo usaron para armar su negocio. Quien haya pensado en Maradona como técnico de la Selección no ha tenido piedad con un tipo entrañable, sin sentido del límite, siempre rodeado de adulones e inútiles simpáticos. Lo dejó expuesto. Quien lo haya hecho es, discúlpenme el exabrupto emotivo, un miserable.
Ah… Cierto que hubo un partido. Los alemanes, como todos, mejoran con la mezcla. El turquito Özil no jugó bien –menos mal–, pero tiene un desparpajo y una emotividad nada teutona con la pelota en los pies. Los polacos Klose y Podolski, con espacios, se hicieron un picnic con los defensores argentinos y Khedira parece un volante salido de nuestro Club Parque. Y encima los demás, los nativos, son una máquina. Schweinsteiger, un bad boy que es manija en el medio y el desequilibrante Thomas Müller, que lleva la casaca 13, como Gerd, su antecesor, el Tanque de 1974.
Basta. ¿Qué nos llevamos de este Mundial? Pues algunas pocas certezas. Por ejemplo que Messi no es Maradona, que Maradona no es Dios, que Dios no es siempre argentino y que los argentinos… ¿Qué cosa seremos los argentinos?
Mmm… Eso quizá lo averigüemos ahora, compatriotas, sin tanto Mundial atornillado en la cabeza.
Hugo Asch (publicado en Perfil el 4/7/2010)
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