¿Ha perdido la escuela el carácter repelente que presentaba en los
siglos XIX y XX, cuando domaba los espíritus y los cuerpos para las duras
realidades del rendimiento y de la servidumbre, teniendo a gala educar por
deber, autoridad y austeridad, no por placer y por pasión? Nada es más
dudoso, y no puede negarse que, bajo las aparentes solicitudes de la
modernidad, muchos arcaísmos siguen marcando la vida de las estudiantes
y de los estudiantes. ¿No ha obedecido hasta hoy la empresa escolar a la
preocupación dominante de mejorar las técnicas de adiestramiento para
que el animal sea rentable?
Ningún niño traspasa el umbral de una escuela sin exponerse al riesgo
de perderse; quiero decir, de perder esa vida exuberante, ávida de
conocimientos y maravillas, que sería tan gozoso potenciar en lugar de
esterilizarla y desesperarla bajo el aburrido trabajo del saber abstracto.
¡Qué terrible notar esas brillantes miradas a menudo empañadas!
Cuatro paredes. El asentimiento general conviene en que allí uno será,
con consideraciones hipócritas, aprisionado, obligado, culpabilizado,
juzgado, respetado, castigado, humillado, etiquetado, manipulado, mimado,
violado, consolado, tratado como un feto que mendiga ayuda y asistencia.
¿De qué os quejáis?, objetarán los promotores de leyes y de decretos.
¿No es la mejor manera de iniciar a los pipiólos en las reglas inmutables
que rigen el mundo y la existencia? Sin duda. Pero ¿por qué los jóvenes
aceptarían durante más tiempo una sociedad sin alegría ni porvenir,
que los adultos ya solo se resignan a soportar con una acritud y un malestar
crecientes?
Raoul Vaneigem, en Aviso a escolares y estudiantes, traducción de Juan Pedro García del Campo,Debate, Barcelona, 2001.
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