15.1.09

Fragmento de la Novela "Y Juramos con Gloria Morir" de Manuel Gerardo Monasterio



Tough gamblers

(Verónica y yo)


Lo sabíamos.

Jugábamos a la ruleta rusa

y sabíamos que la matemática

nos había condenado.

Lo sabíamos.

Sabíamos que inevitablemente

alguna vez nos besaría una bala.

Y jugamos hasta el fin.


Andrés De Garnier


Los amantes

se acarician

regocijados.

Ellos sólo ven

el capullo en flor.

Andrés De Garnier, en aquella Primavera furtiva de 1979


Un tenue aroma a incienso envolvía la planta baja cuando entró a la casona. La quietud era como una entidad viviente, a medida que el anochecer comentaba a trepar derramándose suavemente por los cristales de color de los amplios ventanales. La sala estaba llena de iridiscencias que convocaban al alma a emprender un vuelo celeste.

Se dirigió a la cocina para prepararse un té. Percibió alguna presencia sin escuchar nada en particular. Observó el resplandor de la hornalla y se dejó llevar por la melodía del fuego alumbrando en la penumbra, jugando con el agua en la pequeña pava enlozada que había traído de algún viaje por Europa. Volvió a sentir que no estaba solo. No se inquietó. Se sirvió el té con cierta morosidad, disfrutando como en un antiguo ritual. Se sentó en e1 sillón principal y dejó que los reflejos lo llevaran a esa tierra misteriosa que los colores evocaban en él. En el silencio que se había concentrado en torno, escuchó un murmullo suave. Pequeñas voces, delicadas risas entrecortadas. Aguzó el oído. Persistió la brisa de susurros que venían de algún lugar en el piso superior. Se acercó, muy despacio, hasta la escalera. Los murmullos crecieron asumiendo, aún en el umbral de su intuición, una forma conocida. Lentamente intentó subir, pisando de tal manera que la madera no crujiera delatando su presencia. Notó que el corazón le había comenzado a latir más rápido. No era miedo. Y en ese instante descubrió que sabía lo que estaba ocurriendo. Había llegado demasiado lejos. La gota persistente y tenaz finalmente había logrado infiltrarse a través de la piel del deseo. ¿O acaso de la venganza? Demasiado había insistido en ello, con una pasión obsesiva que ocultaba en su porfía algo mas que un interés sociológico. Era la obsesión de traspasar todos los límites accesibles. Quebrar las estructuras de lo propuesto. Innovar fuera de todos los ámbitos de lo establecido. Disolver las cadenas, aún aquellas que podían estar actuando como línea protectora de demarcación.

Una combinación de humores contradictorios había comenzado a navegarlo inundando sus tejidos. Siglos de condicionamiento visceral se desmoronaban sobre su sangre invadiéndolo de sensaciones paradójicas. Era un dolor que producía un placer de espanto. Era un placer extremo que no se atrevía a analizar. Se dejó llevar. Su interior danzaba al ritmo de un aluvión hormonal desconocido. Los sentidos estaban en un estado de alerta agónico. Podía escuchar ahora mejor los murmullos. Eran suaves quejidos amorosos que lo resultaron pavorosamente bellos. El corazón le viajaba a una velocidad que lo obligó a detenerse para respirar profundo, para intentar calmar la orgía neuroquímica que se había desatado en él. El perfil del murmullo le era ahora completamente familiar. En parte lo sentía suyo. La furia iba perdiendo la batalla contra el deseo. Trató de no provocar ningún ruido que pudiera quebrar la mágica escena. Había llegado arriba con éxito. Se asustó ante la intensidad de su propia pasión. En la penumbra derramada los cuerpos brillaban levemente con un encanto delicioso. Los pechos de Verónica, pequeños y erguidos chispeaban como agitados por dulces explosiones interiores. Pudo identificar el perfil del muchacho y no le molestó. Su deseo había terminado con los vestigios de cualquier otro sentimiento que hubiere podido albergar. El deseo, el puro deseo lo colmó, catapultándolo a un mundo de luces y murmullos y frágiles presencian apenas insinuadas. Y otro sentimiento lo fue alcanzando. Una emanación de inconcebible blasfemia. Sus ojos se habían trocado en dos grietas abismales a través de las que asomaba Dios para deleitarse con la visión de Adán y Eva allá, en el fondo del pecado que El mismo había inventado, para solaz de su tedio infinito.

 

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