"Quien obtiene de pronto un noble premio en los años
fecundos de su juventud, se eleva lleno de esperanza.
Su hombría adquiere alas, posee en su corazón algo
superior a la riqueza. Pero breve es la duración del de-
leite humano. Pronto se derrumba; alguna horrible de-
cisión lo quita de raíz. Flor de un día! Esto es el hombre,
una sombra en un sueño. Sin embargo, cuando el divino
esplendor lo visita, un resplandor brillante se cierne
sobre él. Y la vida es dulce.”
Píndaro
“Dejo a Sísifo al pie de la montaña.
Se vuelve a encontrar siempre su carga...Hay que imaginar a Sísifo dichoso."
Albert Camus
Entró por un largo pasillo de la calle Tucumán y llegó hasta el fondo, donde se escondía un amplio habitáculo del que emergían volutas de humo y un tufillo a ranciedad mitológica. Penetró cumpliendo un ritual familiar que lo transportó al otro mundo que añoraba. Viejos maníacos y jovencitos espectrales dialogaban en la tensa jerga matemática completamente cerrada en sí misma. Un verdadero universo paralelo. La piedra filosofal para las almas hastiadas de la realidad establecida. Un mundo perfecto, imposible y perfecto en medio de la locura colectiva y milenaria. Un mundo lleno de lógica y belleza inaccesibles para los que no conocen las leyes que lo rigen. Porque la música o la poesía pueden ser apreciadas, hasta un punto, por gente sin conocimiento de sus reglas. Pero este es un universo hermético. El último reducto del elitista irreversible. Allí no vale ninguna democracia. No hay simpatías, ni acomodos, ni premio consuelo. Es aplicar con sabiduría las leyes inexorables o morir en el intento. Es el paraíso de la abstracción absoluta. Un nirvana pequeño a imagen del Nirvana mayor. El limbo final de los marginados y los insatisfechos. Allí, hora tras hora, juegan a ser Dios y rechazan la realidad exterior. Afuera quedan las miserias de las esposas insoportables y de los hijos exigentes, de los jefes aplastantes y de los empleados incompetentes, o acaso de los pacientes insufribles. Ninguno de ellos tiene acceso a este paraíso inexpugnable de la imaginación.
La lucha eterna se pone en marcha cuantas veces ellos lo decidan. Los mundos caen y vuelven a surgir. La vida y la muerte se suceden una y otra vez, con el ritmo del vértigo que ellos imponen a su antojo.
El día se enfrenta a la noche en un combate sin fin. Y a pesar de todas las ilusiones, no siempre gana el bien. Se dice que sale con iniciativa, ventaja leve, por cierto, fácilmente equilibrable. Y una vez logrado el equilibrio, la noche tiene la oportunidad de agigantarse. De volcarse sobre el día con garra famélica para imponer la oscuridad sobre el terreno elegido.
Sesenta y cuatro estaciones en el vía crucis eterno. Sesenta y cuatro estaciones que se repiten en el oráculo legendario de los sesenta y cuatro hexagramas chinos. Los antiguos ocultaron sus misterios tras el juego. Los modernos, llenos de soberbia y de chatarra, sólo ven lo que aparece ante sus ojos. Sin embargo, la sagrada gematría dice que sesenta y cuatro significa Aletheia, Verdad en griego. Sesenta y cuatro casilleros tiene el cuadrado mágico de Mercurio. Y la madre del Buddha nació en una familia que poseía sesenta y cuatro cualidades o virtudes. Confucio vivió sesenta y cuatro generaciones después de Hoang-Ti, y San Lucas cuenta que Jesús viene sesenta cuatro generaciones después de Adán. Sesenta y cuatro son los Devas de la estirpe Abhavara de los hindúes. Ocho por ocho. Los griegos dijeron que todas las cosas son ocho. Las octavas rigen el universo. Ocho son las bondades primordiales del cristianismo. Ocho desgracias le ocurrirán al malvado y ocho recompensas tendrá el justo, decía Juan Heydon. Dionisos nació el octavo mes, y se decía que los niños de ocho meses deben morir, porque sólo era permitido vivir, habiendo nacido de ocho meses, a los semidioses. Los judíos están invadidos por el ocho. La circuncisión se realizaba al octavo día del nacimiento, en la Chanucah encendían ocho cirios que duraban ocho días. En los exorcismos, dice el Talmud que Leví utilizaba ocho cuchillos. Luego Samuel utilizó ocho vasos ante el Rey de Persia y Abají ante Rabbi Rava usó ocho huevos. Ocho fueron los profetas que descendieron de Rahab y profetizaron que el arpa que habría de tocarse frente al Mesías tendría ocho cuerdas. Y que siendo siete el numero de la creación, ocho es el de la regeneración. 0cho almas se salvaron en el Arca legendaria y Noé fue el octavo en salir. Su nombre en Hebreo significa ocho veces ocho, sesenta y cuatro otra vez. Ochocientos ochenta y ocho es el número de Jesucristo. Todas estas cosas, en verdad, las ignora la mayoría de los que manipulan el mágico tablero. Pero Andrés de Garnier sabía todo esto, y mucho más, tanto más acerca de ello que sólo enumerarlo representaría un bochorno insoportable.
La mayoría ignora que está moviendo el mundo al mover los inermes muñequitos de madera. Andrés sabía bien lo que hacía cuando por e-enésima vez se sentó frente a las piezas.
El ajedrez lo había alcanzado en aquella mítica edad en que suele hechizar para siempre. Tendría unos doce años cuando su madre le enseñó a mover las piezas. Guiado por voces sólo audibles para él, se adentró
en el Misterio, estudiando los libros que el mismo fue eligiendo, sin ninguna orientación exterior. Su favorito en aquellos tiempos era "The development of a chess genius", una colección de partidas de la primera época del magnífico Alekhine. A1 mismo tiempo se devoraba todo dato que pudiese encontrar acerca de la vida del monstruoso moscovita que se bebió el ajedrez, la vida y el whisky por galones dejando un tendal de muertos en camino hacia la gloria del tablero.
Andrés iba y venía del ajedrez. Era una pasión torturante que no podía abandonar. Era como una fiebre recurrente de la que uno se recupera un tiempo para volver a caer luego, una y otra vez. Encontraba en el juego demasiada verdad como para abandonarlo. Asimismo no le interesaba la competición establecida y lo aburría la imbecilidad de los profesionales a los que no interesaba la verdad, sino el aspecto más primitivo del juego. Solía explicar que en el ajedrez no es posible la mentira. Todo lo que se proponga como cierto debe ser probado de inmediato. No hay posibilidad de simulación ni de argumentos. Por eso le resultaba inevitable volver una y otra vez a nutrirse de esa elemental veracidad cada vez que la falsedad colectiva lo abrumaba.
El viejo adversario sonrió ante el inesperado encuentro. Andrés faltaba a la cita desde tiempo inmemorable. Ahora se ha quebrado ya la continuidad del tiempo profano. Andrés elige las piezas negras. Es lo mismo, ya que es Dios quien juega detrás del día y de la noche. Nuestro pobre intelecto no desea aceptarlo. Estamos programados para creer en los opuestos y nos vemos arrastrados a elegir. De lo contrario nuestro mundo se derrumba. Y nos aterroriza la posibilidad de que esta agonía finalice. Volvemos a elegir. Y volvemos a vivir para poder volver a morir.
El viejo ladino mira torcido como los alfiles, que en inglés se llaman “obispos”. Toma el peón frente a su rey y lo avanza dos casillas. El rey no dice nada. Esta callado e inmóvil. Cercado por la plebe. Es el símbolo del alma encerrada en el cuadrado sincopado de la sangre. Sin él no habría nada. Es el espíritu, la esencia de la vida. Y sufre la condena de verse sometido a fuerzas inferiores. Reducido en su movimiento a pasos cortos, de uno por vez. Obligado a guarecerse tras elementos miserables. Sin él nada es posible que sea. El juego existe porque existe él, y, sin embargo, no puede casi nada y depende por completo de sus siervos.
Andrés percibe la insidia del avieso enemigo. Es un jugador de ataque a rajatabla, muy inferior a é1 en el conocimiento de la sagrada teoría, pero sumamente peligroso en campo abierto. El viejo confía, no tanto en su lógica como en su avezada intuición, alimentada por años de devorarse, hora tras hora, la magia del tablero blanquinegro. Andrés lo quiere aplacar con movimientos concienzudamente estudiados. Hay que matar al repentista con el hierro de la metodología racional.
Andrés toma el caballero del rey y lo coloca en el tercer escalón frente al obispo. E1 prelado está tranquilo, mascullando quien sabe qué ocultas oraciones. Al viejo, mientras tanto, le tiembla su ojo miope. No está acostumbrado a maniobras laterales, prefiere el ataque frontal donde se agranda como un héroe con su juego de ataque. Avanza el hombrecito otra vez. Pobre soldado raso que no puede más que ir hacia delante, misteriosamente acotado por la jerarquía cósmica que se impone inexorable. Ya querría é1 que llegase su revolución francesa y su soñada democracia donde podría jugar a la igualdad. Mientras tanto debe seguir uncido al yugo de la ley establecida. Vamos, soldadito, hacia el punto cinco rey! El equino nervioso sabe que se ha de mover. Los obreritos se agrandan cuando apuntan un arma a la cabeza del poderoso, pero el caballo cuenta con una movilidad mayor y salta mientras el pobre lo contempla inmóvil, sin poder hacer nada.
La casilla cuatro dama está ahora ocupada por el ágil caballo saltarín. El centauro es una pieza verdaderamente mágica. Su movimiento recuerda las inscripciones de templos indios y tibetanos. Se mueve sobre esvásticas muchísimo más antiguas que las del delirio alemán. El viejo frunce la boca. No entiende nada. Se enfrenta sin duda a un acróbata cobarde que baila por el ring. Sus compañeros habituales, más valientes, lo enfrentan en el estilo que é1 mejor conoce. Sí, más valientes, de seguro. Pero también sucumben rápido ante su destreza superior en campo abierto. Es menester que obligue al joven a salir al llano. Allí lo va a golpear. Avanza sus peones. Ataca al ruin caballo que huye otra vez. El viejo siente que la energía del tablero es toda suya. Tiene espacio, está contento. Vuelve a atacar y la bestia se vuelve a mover. El viejo no sabe que en Oriente hay artes milenarios que estudian la estrategia de no estar. Andrés conoce la forma de jugar con la fuerza desbordada del adversario utilizándola en su propio beneficio. Es poético, por cierto, acompañar al otro en el movimiento de su muerte sin ejecutarlo uno directamente. Es una forma de suicidio, o de homicidio consensuado. El viejo continúa maniobrando con ciencia torpe y garra feroz. Andrés gana un peón. Por un momento la energía de la muerte se expande como una densa niebla sobre el campo. Pocos jugadores se han fijado en ese detalle. El único, tal vez, en sospecharlo, fue el melancólico príncipe danés que el mundo conoció como Aron Niemzowitch. Cuando alguien muere, el tablero se llena de una energía especial por un momento. Andrés también sabe que los dioses se alimentan de la vida y de la muerte de los hombres. Por un instante el viejo goza otra vez de su inicial iniciativa. Parecieran trocados los papeles. El joven, como un viejo, domina sus instintos y controla su pasión, mientras el viejo se desborda como un niño. Ha dejado agujeros por todo su terreno. En su afán por acabar rápidamente con el insolente enemigo, ha desprotegido sus filas de manera irreparable. Andrés, que aguardaba agazapado, sale con certeros y frontales movimientos al asalto final del pobre monarca condenado y lo ejecuta de forma sumaria. La piedad no tiene lugar en este juego, como Andrés tuvo que descubrir dolorosamente.
El viejo se limpia con un pañuelo raído las babas de su senectud y de su furia. Quiere y pide salvajemente la revancha. Andrés está aburrido. Sabe, además, que el jugador sagaz jamás tienta al destino. Ya es suficiente. Mejor que sangre el viejo por la herida de su orgullo roto. Mañana, algún guerrero anónimo vencerá al joven, vengando al viejo sanguinario que yace derrotado. Pero no será hoy. Andrés partirá como llegó, con gesto altivo y sereno.
Al salir lo azota la noche que se las ha arreglado como siempre para encaramarse sobre el día, que como el viejo ha caído vencido. Mañana volverá otra vez la luz. Pero por ahora las tinieblas mandan.
Andrés camina con un peso milenario. Ahora él es el Anciano de edad innumerable. Piensa en Sísifo otra vez. No disiente con Camus. Simplemente ve las cosas desde una perspectiva diferente. A Andrés no le interesan en absoluto la tristeza o la felicidad de Sísifo. El sólo quiere asesinarlo. Y liberarse para siempre.
Fragmento de la Novela "Y Juramos con Gloria Morir" de Manuel Gerardo Monasterio