7.8.24

Primero mis padres-ambos ya en el tablero invisible- quienes me enseñaron los rudimentos del juego, y luego el resto de mi familia, me han visto maniobrar con los trebejos durante los últimos 55 años, sin descanso, obsesivamente...Y muchas veces se han preguntado cómo alguien aparentemente inteligente puede dedicarse a algo tan inútil como el ajedrez?

Las cosas más bellas, la belleza misma, no cumple otra función que la belleza, y es por eso que están al margen de la compulsión suprema por la supervivencia, al apartarse de la compulsión esencial de toda existencia, de una forma mágica e incomprensible, de alguna manera escapan como por una suerte de exorcismo, de la inexorable ley de la muerte, y quizás rozan de una forma esotéricamente indescifrable, los límites imposibles de la eternidad. Por eso, para alguien como yo, el ajedrez es una sadhana que opera como un elemento mágico contrafóbico para intentar escapar de la monstruosidad de la pérdida absoluta que nos acecha. En las 64 casillas operan leyes herméticas, inaccesibles para legos, incomprensibles para quienes no conocen el Arte, la alquimia geométrica maravillosa que nos sugiere un dios, por qué no mejor una Diosa, ignota, jamás conocida pero evidentemente presente allí, en el mágico cuadrado de los ocho por ocho que también nos ha dado el I Ching. Sesenta y cuatro hexagramas resplandecientes que guardan lo que amamos para siempre. Para Siempre.

 

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