2.9.17

Por Antonio Caponnetto

Ya casi el mediodía y en domingo. Es octubre.
El viento se ha callado, acaso como un signo.
Las campanas que doblan, el fuego. Me persigno.
No sé si es sangre o ceibo rojo que me cubre.
Entonces era cierto lo que el Fedón decía,
eran ciertas las nobles enseñanzas helenas.
Buenos Aires, de pronto, se remozó en Atenas,
y a aprender a morir llamé filosofía.
La calle me amortaja como a una rama trunca
desprendida de estiajes al filo de una daga,
mi propia voz se escucha, vertical se propaga
convertida en un eco que no se acalla nunca.
Pero aun siento las manos y con el alma vibro,
por esta patria rota, por esta Iglesia en llamas,
por los cuarteles solos, marchitos de oriflamas,
por el claustro ultrajado, sin cátedra ni libro.
Estos once trallazos son víctimas del odio,
de rencores oscuros, de abisales inquinas,
se llevan la materia, como el mar las neblinas,
no fusilan los pliegos de mi Ángel Custodio.
Dejé dicho que es libre el que de Dios es siervo,
el que elige el poema a bursátiles prosas,
que quiero a la Argentina de Juan Manuel de Rosas
y al que hace de su vida imitación del Verbo.
Que sabio es quien conoce, mas jerárquicamente,
que prefiero al mercado la lumbre de las ágoras,
al maestro que vence el ardid de Protágoras
y de existencias busco peligrosamente.
Dejé dicho asimismo, la noche postrimera,
la noche de apremiantes y urgidos anticipos
que podamos la gracia de emular Arquetipos
y veintiún cañonazos honrando a la bandera.
Señor, mi testamento: la pobreza que muestro,
la esperanza indeleble, la sed de los testigos,
No me prives tu vista… “de nuestros enemigos…
Es hora de misa, “…líbranos, Señor, Dios nuestro…”

 

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